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CITA mes de Diciembre 2008

La reproduccion de la obra de arte no solo esta condicionada por la manera de ver del fotografo, sino tambien por la del que mira la fotografia.

Gisele Freung (La fotografia como Documento Social)

lunes, 27 de octubre de 2008

Las “maras” vistas por Isabel Muñoz

Recientemente fue inaugurada en el Centro Cultural del México Contemporáneo en la Ciudad de México la exposición fotográfica Maras. La cultura de la violencia de la artista española Isabel Muñoz. Presentada por primera vez en 2007 en la madrileña Casa de América, la muestra expone una serie de instantáneas de pandilleros salvadoreños reclusos y busca contar sus historias a partir de sus tatuajes. En esta ocasión la autora, doble ganadora del Premio World Press Photo e internacionalmente conocida por sus retratos del cuerpo humano, nuevamente aplicó la platinotipia, procedimiento que proporciona a las imágenes una riqueza de tono más fuerte a través del uso de papel sensibilizado con una solución de platino.

Sonja Wolf

El Salvador.- Este trabajo sobre las pandillas de El Salvador surgió a raíz de un anterior ensayo fotográfico suyo sobre algunos de los grupos étnicos etíopes y su utilización del cuerpo como forma de expresión. Dichas “tribus,” como les llama Muñoz, revelan su identidad a través de las marcas de su piel. Un reportaje sobre los pandilleros y sus tatuajes le recordó esta “característica tribal” y Muñoz decidió viajar a El Salvador para documentar la estética de estos jóvenes. Es importante resaltar estos antecedentes porque sirven para contextualizar la exposición más reciente.

Con la ayuda del Padre José Morataya, director del Polígono Industrial Don Bosco, la fotógrafa consiguió la autorización para entrar en tres cárceles del país. En febrero y mayo de 2006 realizó una visita por mes a las penitenciarias de Ciudad Barrios, Sensuntepeque y Zacatecoluca donde logró retratar a algunos de los presos de ambos sexos pertenecientes a la Mara Salvatrucha y la Dieciocho. Con su obra Muñoz pretende ser testigo de esta realidad sin juzgarla, divulgar que en el siglo XXI algunos jóvenes utilicen sus cuerpos para expresar sus sentimientos y recuerdos, y reflejar las historias que cuentan los tatuajes de los pandilleros.

La muestra en la Ciudad de México se divide en tres series: la primera conformada por 31 retratos de gran formato en blanco y negro que muestran a hombres y mujeres tatuados con los símbolos de identidad de su pandilla, con ilustraciones religiosas, escenas violentas, alusiones sexuales y retratos familiares; la segunda a base de 11 fotografías de color de los graffiti pandilleriles en las celdas; y la tercera con 9 imágenes, también de color, de los pandilleros juntos a sus familias. Las fotografías no son instantáneas naturales, sino que muestran a los pandilleros posando para la cámara. Algunos de los jóvenes tienen los ojos cerrados y una expresión distraída en su cara mientras otros, con una mirada desafiante, tiran señales.

Los retratos van acompañados de una serie de breves textos explicativos (también reunidos en un folleto) y dos videoclips (tratando el fenómeno de las pandillas y el “Making of”), aparentemente concebidos para facilitar la comprensión de la problemática. Además está en venta (en España) un catálogo de exposición cuya recaudación se destinará al Polígono Industrial Don Bosco que pretende trabajar en la prevención y rehabilitación de pandillas. Desde el punto de vista artístico, las fotografías son impresionantes. Tienen una claridad visual que destaca muy hábilmente la complejidad de los tatuajes y, en algunos casos, muestran el lado humano de los pandilleros, sobre todo aquel retrato que capta las dulces miradas de un joven, su pareja, y su pequeña hija. Sin embargo, lo que más me llamó la atención no fue el trabajo artístico como tal, sino las consecuencias tanto del contenido fotográfico como del proceso de producción.

Mi primera preocupación es que la exposición no sólo no ayuda a comprender el fenómeno de las pandillas, sino que aumenta la actual confusión sobre la naturaleza de estos grupos y las repuestas que requieren. Reconozco que Isabel Muñoz se puso como objetivo contar las historias de los pandilleros a través de sus tatuajes, en vez de realizar una forma de fotoperiodismo de denuncia. Sin embargo, es precisamente este enfoque el que quiero poner en duda. Un trabajo que busca documentar la realidad social puede logar, y de hecho exige, una valoración crítica de ella, la concientización del público, e incluso la formulación de respuestas a algunas de las preguntas que nuestro entorno nos plantea. Además parece difícil llevar a cabo este tipo de esfuerzo sin pronunciarse sobre la problemática que se pretende abordar. Al final, ¿cuál es objetivo de un trabajo que quiere mostrar lo que ya salta a la vista y evita tomar una postura, evita dar respuestas?

Las fotografías como tales, no obstante su mérito artístico, no echan luz sobre las pandillas callejeras y los factores asociados con su aparición. Ni siquiera nos ayudan a comprender las historias individuales de vida a través de los tatuajes porque estas marcas sólo significan lo que cada pandillero quiere que signifiquen. El folleto y el videoclip proporcionan algunos elementos para elucidar este fenómeno social, pero el resultado decepciona tanto en su abordaje de los factores posibilitadores y las características de las pandillas como en la discusión de las soluciones.

El folleto trata de explicar a grandes rasgos qué son las “maras,” tocando también las variables desencadenantes de ellas y las estrategias de control. Sin embargo, este tratamiento resulta ser mal investigado y en vez de disipar los mitos rodeando a las pandillas los refuerza. La parte más coherente de la publicación es la contribución de Miguel Cruz, ex Director del IUDOP, que destaca el origen y la evolución de estos grupos y expone claramente que se trata de pandillas callejeras formadas por jóvenes marginados socialmente, quienes contribuyen a las tasas delictivas pero en menor grado que el que las autoridades suelen alegar.

Luego el escrito cita al Consejo Nacional de Seguridad Pública (CNSP) para afirmar que las causas de la afiliación pandilleril serían ‘la procedencia de hogares desintegrados, maltrato o abandono por parte de [los] padres, consumo de alcohol y drogas, alta participación en actos violentos y estancia en centros penitenciarios.’ Aparte del hecho de que las últimas tres variables confunden las causas con los efectos, hay que señalar que no todos los pandilleros (o los jóvenes propensos a serlo) provienen de familias divididas. Más bien suelen experimentar una relación padre-niño de mala calidad. Aún más importante, la sobredicha información culpa enteramente al individuo de su afiliación pandilleril y deja fuera un sinfín de factores comunitarios (como la falta de espacio recreativo adecuado, servicios básicos deficientes, un tejido social roto) y estructurales (como un sistema educativo deficiente, el desempleo/subempleo, la exclusión social). Si lo anterior realmente son los datos del CNSP, entonces este organismo o ha realizado un análisis parcial de la problemática o es reacio a reconocer la complejidad de los factores asociados con la aparición de las pandillas. Cualquiera de las dos situaciones sería decepcionante para una institución encargada de la prevención y rehabilitación de pandillas.

En cuanto a las características de estos grupos, el documento contiene una serie de referencias a ellos y a la reacción que habrían provocado dentro de la sociedad. Sin embargo, se ha utilizado un lenguaje que pinta a los pandilleros como meros criminales cuyo estilo de vida no tiene sentido. Además, se encuentran frases que deshumanizan y hasta satanizan a estas personas. Por ejemplo, el texto describe a las pandillas como ‘grupos de delincuentes que atraviesan las fronteras’ y ‘delincuentes tatuados.’ Les tilda como ‘extrañas redes de solidaridad entre criminales,’ marcadas por sus ‘códigos y ritos sangrientos,’ una violencia ‘incomprensible y atroz’ y una ‘insania criminal.’ Además, serían percibidas por ‘una sociedad amedrentada por sus crímenes, como los mismísimos hijos de Lucifer.’

Primero, hay que aclarar que las pandillas no tienen carácter transnacional (no obstante los contactos esporádicos entre algunos de sus integrantes) ni son grupos delictivos. No nacen con el fin de cometer crímenes (a diferencia de las bandas criminales) y no todos sus miembros se dedican a actividades ilícitas por igual. También sería equivocado afirmar que el actuar de las pandillas por sí solo abruma a la sociedad. Si El Salvador (y otros países en la región) se sienten agobiados por el crimen, la violencia, y la inseguridad, es porque los gobiernos aún no han desarrollado una política criminal integral. Segundo, aunque no quiero restarle importancia al daño que los pandilleros pueden causar, la violencia ocupa un lugar importante, pero menos prominente en su vida que la que se suele sostener. Asimismo, el uso o la amenaza de la violencia dentro de la pandilla callejera no es “incomprensible” sino que con ella los jóvenes buscan ganarse respeto y estatus para sí mismos y su grupo.

Por último, las “maras” son descritas como grupos extraños y misteriosos, casi exóticos, aunque los estudios que proliferaron a lo largo de los años explican lo que son las pandillas. Más bien la representación hecha por Muñoz parece ser determinada por su anterior trabajo sobre las “tribus” etíopes. De hecho, en el videoclip que acompaña la exposición la fotógrafa etiqueta a las pandillas como “tribus urbanas.” Sin embargo, la palabra “tribu” no sólo no tiene ningún significado coherente y por lo tanto no permite hacer una distinción útil entre diferentes grupos, sino que transmite estereotipos de identidades primitivas y de una violencia irracional. Es decir, este término no sirve para educar al público sobre la problemática ni para asistir en la formulación de una política de pandillas. Agrupar las “maras” con las “tribus” es simplista y hace pensar que Muñoz no entiende qué son las pandillas, algo que ella misma reconoció en una entrevista con BBC Mundo publicada en mayo de 2007.

En términos generales, un trabajo que representa a estos jóvenes como criminales, y su actuar como raro e incomprensible, corre el riesgo de deslegitimar los programas de prevención y rehabilitación que tanto se necesitan. En un breve recorrido por las respuestas a la violencia pandilleril, Muñoz plantea el modo de abordarla como un “verdadero dilema.” Sin embargo, no da un juicio crítico acerca de la actual política ni propone formas de mejorarla. Más bien se limita a afirmar lo siguiente: ‘Los observadores se preguntan cuál sería la respuesta más acertada e inteligente: ¿Las actuales políticas represivas, el exterminio que se anuncia, o los programas de prevención y reinserción?’

Esta declaración realmente asusta. Ningún analista serio propondría la eliminación física de un grupo de seres humanos, por mucha inseguridad que provoquen. Además, lo que Muñoz plantea como una opción entre la represión y los programas alternativos en realidad no lo es. Los especialistas en la materia saben muy bien que el control de pandillas requiere un enfoque integral basado en un trabajo policial eficaz y respetuoso de los derechos humanos, la prevención, y la rehabilitación. Esto a su vez implica medidas encaminadas a la reducción de la exclusión social y la reinserción social, educativa, y laboral de los pandilleros. El principal obstáculo para lograr estos objetivos no es la falta de conocimiento, sino la indiferencia y la falta de voluntad política por parte de un gobierno que encuentra en la represión la respuesta más fácil.

Lamentablemente, el videoclip sobre las “maras” es poco más instructivo. Muestra a Isabel Muñoz trabajando dentro de las cárceles, escenas que son entremezcladas de una serie de breves entrevistas que ella realizó. Algunas de las conversaciones con miembros de los sectores sociales, policiales y judiciales aluden a la importancia de una estrategia de control diferente a la actual. Sin embargo, la mayoría de las entrevistas se llevaron a cabo con pandilleros. Aunque algunos de ellos hablan sobre sus motivos para ingresar en el grupo, por lo general se les permitió hablar de lo que significa “la vida loca,” de mostrar sus tatuajes y cicatrices de balas y de vanagloriarse de anteriores hazañas pandilleriles.

Estas imágenes me llevan a mi segunda preocupación. Aunque Muñoz pretendió nada más que documentar lo que vio, en realidad su exposición puede reforzar la identidad pandilleril y así cohesionar aún más a estos grupos. Los pandilleros suelen ser individuos con un deseo de identidad y estatus que supera lo normal. La pandilla a su vez es una herramienta que les proporciona a los jóvenes un sentido de identidad y una reputación que en otras circunstancias les faltarían. Por lo tanto, si se les presta especial atención a los pandilleros, sea a través de una estrategia policial o de intervención social, sea a través de una actividad cultural, implícitamente se les da el reconocimiento que quieren y por consiguiente la legitimidad que hay que negarles.

Tanto las fotografías de Muñoz como el proceso de producción hacen precisamente esto. Las imágenes muestran a los pandilleros con su vestimenta típica, sus señales, tatuajes y graffiti, siendo estos los mismos símbolos de la identidad pandilleril. Además en una de las instantáneas sale una pandillera que tira señales con su mano izquierda y tiene un revólver en su mano derecha. No obstante el mérito artístico de la foto, es completamente inaceptable haberle animado a una persona (o tolerado que lo haga) a recrear una escena violenta.

Si no podemos o no queremos enviar un mensaje antipandilleril, es decir un mensaje que fomente la prevención y la disolución de estos grupos, por lo menos tenemos que tener cuidado en no fortalecer la identidad pandilleril y así contribuir a una situación que deberíamos ayudar a resolver. El problema con el trabajo de Muñoz es precisamente la ilusión de que se puede documentar la realidad social sin influenciarla al mismo tiempo. Todos los que trabajamos la violencia pandilleril, seamos policías, trabajadores sociales, académicos, periodistas o artistas, no debemos empeorar este problema. Esto implica que entendemos tanto la dinámica de las pandillas como los efectos que podría tener nuestro trabajo. Lamentablemente, parece que Muñoz carece de esta conciencia. Sin duda alguna sus fotografías atestiguan su destreza artística, pero las consecuencias de su trabajo a largo plazo pueden ser menos alentadoras.

Ffuente: El Faro


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