Retrato del artista

Por Angel Berlanga
Argentina.- Tardó unos cuarenta y cinco años, pero acá está: Sameer Makarius consiguió que le editaran, por fin, el libro de retratos fotográficos de pintores y escultores argentinos que imaginó y empezó a gestar ya en los ’50, cuando todavía no había pasado un lustro de su llegada al país desde El Cairo, su ciudad natal. Se trata de un volumen extraordinario que contiene fotografías que tomó, con luz natural, a 69 artistas en sus talleres o en sus casas, con el complemento de semblanzas autobiográficas que por entonces pidió a cada uno de ellos. El resultado es fabuloso: ahí están las hermosísimas imágenes que Makarius hizo, entre otros, con Carlos Alonso, Antonio Berni, León Ferrari, Raquel Forner, Jorge de la Vega, Juan Del Prete, Libero Badii, Kenneth Kemble, Luis Felipe Noé, Raúl Soldi, Clorindo Testa, Pablo Suárez, Antonio Seguí, Marta Minujin y Luis Seoane, pero también está lo que por escrito veían o podían o querían contar de sí mismos. Y está, además, el conjunto que componen, el retrato de una época vital en apertura de rumbos artísticos.
“La idea era hacer una exposición y un libro con las fotos y los textos; bueno, no encontré editor, quedó trunco”, dice Makarius en un chalecito de Vicente López, las paredes forradas de cuadros, máscaras, bibliotecas con libros de fotografía, de artes plásticas. Tiene 84 años y un talante de voluntad que tal vez se vincule con su humor, o con cierto cabezadurismo de chico travieso, o con la ausencia de queja en el tono y la forma de hablar –un castellano interferido por algo de las otras cinco lenguas que maneja–, o con la agilidad de unos ojos pequeños y brillantes. Makarius nació en Egipto en 1924; luego vivió en Alemania y en Hungría. En la Segunda Guerra Mundial, cuenta, formó parte de la guerrilla y de la resistencia: “No siempre con armas, sino con sabotajes contra alemanes, en Budapest”, dice. Sus muestras empezaron por la pintura: a los veinte participó de la primera exposición no figurativa que se hizo en esa ciudad, donde fue miembro fundador del grupo húngaro de arte concreto.
“Luego de la guerra yo quería volver a Egipto”, sigue. “En un camión de la Cruz Roja me ofrecieron llevarme primero a Suiza, así que fui. Ahí conocí a Max Bill y nos hicimos amigos: me ayudó a hacer una exposición, con materiales de otros artistas húngaros que yo había llevado. Me regaló una obra, que todavía tengo: él ya era muy reconocido internacionalmente. Y me presentó a Werner Bischof; le mostré mis cosas, además de lo que veía colgado, y le dije: ‘No gano plata con la pintura, y necesito’. ‘Haga fotografía, que es más fácil de vender’, me dijo. Así llegué a ser, además, fotógrafo.” Bischof, que ya había hecho trabajos importantes y que tres años después formaría parte de la Agencia Magnum junto a Cartier-Bresson, también tuvo una formación inicial en artes plásticas. “Mire, yo soy padre de las dos criaturas, y las dos me gustan”, señala Makarius. “La fotografía es realismo y la pintura es el interior que uno proyecta.”
Llegó a la Argentina en 1953. “Mi esposa me trajo”, dice. ¿Cómo fue eso? Vivía otra vez en El Cairo y recibió una carta de ella desde Buenos Aires: él la había conocido en Budapest, antes de que su familia emigrase hacia acá. “Te amo”, respondió Makarius. Una carta de dos palabras que la decidió a viajar a Egipto. Allá se casaron. Tienen la misma edad y hablan, entre ellos, en húngaro. “Cuando llegué al país y bajé del barco, tenía colgada mi Leica”, dice Makarius. “Y no la dejé nunca. Cualquier lado al que fui, saqué fotos. Así tenía un archivo, después, de un Buenos Aires fabuloso.” Parte de eso puede verse en su sitio en Internet. “De La Boca tengo para hacer otro libro, porque esa Boca no existe más, se fue”, dice. Es cierto. ¡Y esas fotos están buenísimas!
Al año siguiente ya hizo exposiciones aquí y enseguida fundó grupos: Artistas No Figurativos Argentinos y Forum, Fotógrafos Contemporáneos. Mientras tanto se ganaba la vida haciendo fotos de estudio y vendiendo cámaras. Poco a poco fue conociendo a todo el ambiente local vinculado a sus dos criaturas. “Como los artistas sabían que era fotógrafo, me pedían que les saque fotos saludables a sus cuadros”, cuenta. “Entonces a mí se me ocurrió sacarles a ellos en sus talleres, en sus ambientes. Hice 150.” Los primeros retratos son de 1957; siguió haciéndolos durante una década. Usó la Leica. Y una Rolleicord. “Yo los conocí cuando éramos muy jóvenes, y les saqué porque me gustaba lo que hacían”, dice. “Y tenía razón. Porque luego muchos de ellos fueron grandes artistas. Estaba en muy amistad con todos los modernos pintores, porque yo era moderno. Y era un representante, también. Y por eso participé de la primera exposición de Otra Figuración, en 1961, con Deira, De la Vega, Macció, Noé y Carolina Muchnik.”
A esa altura ya había publicado un primer libro con fotografías de la ciudad: Buenos Aires y su gente. Poco después, con una serie de retratos ya hechos, fue a ver a Boris Spivacow, que por entonces dirigía Eudeba. “Yo lo conocía de Editorial Abril”, cuenta Makarius. “Tengo este material, le dije.” Un mes después Spivacow lo llamó y le contrapropuso hacer otro libro con imágenes porteñas; Buenos Aires, mi ciudad se publicó en 1963 y vendió, señala Makarius, 67.000 ejemplares en tres años. El volumen con los retratos quedó en suspenso: no conseguía editor. A esa altura ya tenía los prólogos que se reproducen en esta edición, de Jorge Romero Brest y de Hugo Parpagnoli, director del Museo de Arte Moderno, quien instrumentó allí la exposición El rostro del artista, en 1967. Aunque Romero Brest le elogia que saque fotos “como si pintara cuadros”, Makarius disiente con él cuando señala que no encuentra conexión entre las imágenes y las obras de los pintores: “Nunca entendió nada de fotografía”, dice. “Y de arte entendía poco.”
“Tengo cinco o seis fotos de cada artista”, dice Makarius. “Las que quedaron fueron las que les gustaban a ellos.” Recuerda, de aquellas sesiones, algunas anécdotas. Cómo quedó de hinchado gracias a las extracciones que le hicieron unos mosquitos gigantes en la casa de Horacio Butler en el Tigre. O la condición que le puso Raquel Forner: “Me muestra todos los negativos, y los que no me gustan, los rompo”. “Ella tenía una parálisis facial y se pensaba muy fea”, cuenta. “Cuando se las mostré, empezó a romperlas en pedacitos. El marido, que estaba al lado, en un momento le dijo que una la favorecía: ¡para qué! Casi lo mata.” No le fue complicado hacer los retratos, pero sí, en varios casos, conseguir los textos. Cita lo que le escribió Juana Elena Diz: “¿Biografía? No tengo ninguna intención de escribirla sometiéndome a una prueba de ingenio, carezco de humor, no quiero pecar de hermética, simplemente me limito a decir ¡no!”. “Muchos no querían hablar de sí mismos”, dice Makarius. Pero la mayoría, cada uno a su modo, lo hizo. Y sale a la luz en este libro.
Makarius siguió pintando y exponiendo sus fotos, cada tanto, en Buenos Aires, Nueva York, Budapest, alguna ciudad latinoamericana, alguna del interior del país. Tiene varios ensayos escritos sobre la historia de la fotografía en la Argentina y fue uno de los primeros en investigar sobre el tema. Su trabajo, sin embargo, no parece tener el reconocimiento que merece. La publicación del libro surgió como derivación de una muestra que hizo en galería Vasari dos años atrás: sus dueños se entusiasmaron y acordaron la publicación de Retratos. Se presentó el 15 de julio en el Museo Fernández Blanco y asistieron, entre otros, Luis Felipe Noé, Rogelio Polesello, Nicolás García Uriburu. ¿Qué le dicen, a Makarius, las fotos de este libro, hoy? “A mí me emocionan, porque son amigos”, dice. “Algunos que se fueron, otros que están, otros que quedan sus hijos. Son fotos artísticas, por mi trabajo. Históricas, por lo que ellos son. Uno piensa que yo hablo bien porque soy loco; no soy loco. O soy loco, pero sé el valor que tiene este material.”
Fuente: Pagina/ 12
0 comentarios:
Publicar un comentario