El Hermano Mayor (pigmeo) te vigila...
Por: Francisco José Amparán
La mayoría de las imágenes representativas, icónicas, las más recordables del Siglo XX, fueron capturadas por fotógrafos profesionales. Se trate del “Miliciano leal en el momento de la muerte” de Robert Capa; o del beso en Times Square entre un marinero y una enfermera al anunciarse el fin de la guerra, de Víctor Jorgensen; o la niña quemada por napalm que huye de su aldea destruida, de Nic Ut; o la ejecución de un Vietcong por parte del jefe de la policía de Saigón, tomada por Eddie Adams (de lo que se arrepintió el resto de su vida: el verdugo era su amigo); o el ciudadano pekinés enfrentándose a los tanques en Tiananmen, de Jeff Widener; o la siniestra fotografía de un buitre acechando a un niño sudanés a punto de morir de hambre, de Kevin Carter (quien se suicidaría meses después: ésa es depre, para que vean), la mayoría de las fotos que recordamos del siglo en que nacimos fueron producto de las cámaras y habilidades de gente que estaba ahí para eso, y de eso vivía.
Ello tiene una explicación: no sólo ésa era la chamba de los fotógrafos, sino que los profesionales solían ser los únicos que portaban aparatos capaces de registrar y conservar imágenes para el futuro. Las cámaras fueron durante mucho tiempo mecanismos complejos, pesados, estorbosos y caros. Por no hablar de a cuánto salía la revelada e impresión de las fotos (cuando no había promoción de Semana Santa). Claro que existían fotógrafos aficionados, que llevaban su cámara a todos lados, pero ésos eran una minoría de la población. La mayoría de la gente que tenía un aparato fotográfico, si acaso la sacaba a la hora de los picnics, quinceaños y otros eventos sociales por el estilo. Si acaso.
Pero todo cambió cuando a algún imprudente (¡que Alá maldiga su nombre y estirpe!) se le ocurrió que los teléfonos celulares podían tener memoria suficiente como para tomar y almacenar imágenes, no sólo fijas, sino hasta en video. Y se procedió a dotar de lentes y micrófonos a esos odiosos adminículos. Así pues, un aparatejo que originalmente servía sólo para demostrar lo guarro de los gustos de su dueño (¡hay cada tono!); o perturbar a todo prójimo situado a diez metros a la redonda, así sea en una sala de cine, restaurante o iglesia, amplificó sus capacidades diabólicas. Ahora cualquier enajenado puede registrar fotográficamente lo que sea, esté en el lugar en que esté.
Como lo demuestra el video de los jefes policiacos torreonenses, captados en pleno desfogue del estrés, esa invasión a la privacidad puede acarrear no pocas consecuencias desagradables. Incluso con repercusiones políticas: el video de la ejecución de Saddam Hussein (tomado por el teléfono de un mirón) causó indignación en el mundo musulmán, al quedar de manifiesto las burlas e injurias que soportó el mostachón tirano camino al cadalso. Como algunas de las imágenes de Abu Grahib, que tanto dañaron al esfuerzo americano en Irak, fueron captadas por gente que en su vida hubiera llevado una cámara al interior de una prisión… pero que, tentándose la bolsa de la camisa, cayó en la cuenta de que podía perpetuar las dulces memorias de cómo se tortura a la gente a la que se le hace el favor de enseñarle cómo funciona la democracia.
Ahora resulta que el Hermano Mayor con el que nos asustó George Orwell en su monumental novela “1984” no será un sistema de cámaras omnipresentes, instaladas por el gobierno para controlar a la población. No, ahora ese Hermano Mayor está en los bolsillos o bolsas de nuestros prójimos, quienes pueden echar mano de la cámara sin decir agua-va, y sin que tengan razón alguna para hacerlo. Nuestra intimidad puede ser vulnerada por cualquier hijo de vecino, siempre y cuando su mugrero electrónico tenga pila suficiente y su propietario no posea pulso de maraquero. Ni escrúpulos.
Por supuesto, tan angustiosa perspectiva da para varios cuestionamientos. El primero de ellos es ¿por qué la gente se pone a fotografiar a personas, animales, cosas y eventos que no tienen la menor relación con su vida? Ahora resulta que, como se pueden tomar fotos a toda hora, hay que ponerse a tomar fotos a toda hora. No importa que se trate de un desconocido que se resbaló en el centro comercial. Hay que fotografiar (o filmar) esa humillación, pasársela a los amigos (quienes tampoco conocen al accidentado) y ponerla en el PhotoLog para que el resto del Universo participe de la desgracia de ese pobre hombre anónimo.
Al escribir “PhotoLog” un escalofrío me recorrió el espinazo. Y es que ahora es posible no sólo tomarle foto a todo aquél que no sea ectoplasma psíquico o fantasma desmañanado; sino que esas imágenes pueden terminar “colgadas en la Red” y ser vistas por media Humanidad. El sueño dorado de todo voyeur: espiar vida y milagros de personas desconocidas, que quizá ni se enteren de que están siendo observadas por morbosos que no tienen nada mejor qué hacer.
¿Cómo podemos guardar nuestra privacidad ante esa amenaza? Nuestros parasitarios e inútiles diputados podrían pasar algún tipo de legislación que, apelando al principio de la legítima defensa, autorice a los ciudadanos comunes y corrientes a destruir ipso facto todo teléfono celular usado en su contra: sea por habérseles tomado una foto sin autorización; sea porque el aparato tiene música de la Onda Grupera como tono (o peor aún, el Himno del América… ¿cuán bajo puede caer un ser humano?). Pisotear con ánimo elefantiásico el artefacto atentatorio debería estar autorizado con todas las de la ley.
Además, la capacidad de tomar fotos en cualquier momento concita reacciones muy extrañas. Nada más una anécdota: en el concierto de los Rolling Stones en Monterrey, la banda se desplazó por una especie de riel hasta donde estábamos la perrada que no pagó miles de pesos por ver de cerquita a Sus Satánicas Majestades. El mecanismo nos trajo a Jagger y compañía ¡a menos de tres metros! ¿Saben lo que hicieron mis vecinos de al lado? ¡Le dieron la espalda a la banda para tomarse una foto (vía celular: las cámaras normales estaban prohibidas) con los Stones de fondo! Me daban ganas de quitarle su lira a Keith Richards y darle de guitarrazos a esos impertinentes sacrílegos.
Ya entrados en materia, esta plaga reviste otra modalidad: como las cámaras de video son cada vez más baratas, accesibles y fáciles de usar, ya todo el mundo se siente Spielberg. Así, en YouTube es posible ver videos musicales sencillamente execrables, producidos por gente sin el menor sentido del ritmo, las proporciones, la vergüenza ni el ridículo… igualito que nuestros políticos. Por supuesto, como eventos cómicos no están mal. Pero cuando uno piensa que sus intérpretes lo hacen en serio… ¡Gulp!
Con otra: pese a que hoy la gente tiene al alcance de la mano todo tipo de cámaras (un Gabriel Figueroa en cada hijo te dio), sorprende que no hayan aparecido miles de fotos de OVNI’s y de otras manifestaciones extrañas. En décadas pasadas había cientos de avistamientos, atestiguados por gente cabal que juraba dándole un beso de trompita a la cruz y toda la cosa… y a la que casi nadie le creía, porque carecían de testimonios gráficos de sus avistamientos, ya que pocos cargaban una cámara. Ahora que estamos en la era del aparato fotográfico ubicuo, era para que los avistamientos acompañados de pruebas fueran muy numerosos… pero no ha sido así. ¿O será que los marcianos sí son seres inteligentes, y le huyen a esa intrusión como a la peste, y han dejado de visitarnos?
Como se puede ver, la proliferación de cámaras fotográficas y de video, y su uso incontinente, es una manifestación más de la esquizofrenia de nuestra sociedad. Quizá algunos sienten que la vida pasa tan rápido que hay que grabar y filmar lo que sea, para poder tener luego un sentido más profundo de la existencia… viendo la repetición. En fin.
Consejo no pedido para lucir como retocado con PhotoShop: Vea “Eterno brillo de una mente inmaculada” (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), con Jim Carrey y Kate Winslet, interesante cuestionamiento filosófico sobre los recuerdos y la memoria. Provecho.
Fuente: El Siglo de Durango
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